Cees Nooteboom es otro escritor que comparte el lugar común
de ser, para los periodistas, “eterno candidato al premio Nobel de literatura”.
Él se limita a decir que “Hace tantos años se habla de esto que si me lo diesen
ya sería por causas humanitarias”. Novelista, ensayista, cronista de viajes
nacido en La Haya, a los diecisiete emprendió su primer viaje y hoy, con
ochenta años, sigue moviéndose. “Mi vida es poesía,
viajar e inventar historias”, ha dicho. Lo único esencial en sus viajes,
también ha dicho, es un libro de poemas.
Tumbas (en español
en el original) recoge las reflexiones que le han suscitado sus visitas a las últimas
moradas de poetas en el más amplio sentido del término. Es decir, para
Nooteboom son poetas Gerard de Nerval, Eugenio Montale y Antonio Machado, por
supuesto, pero también Virginia Woolf, Vladimir Nabokov y Susan Sontag. ¿Quién
lo niega?
Las fotografías incluidas en este volumen editado por
Siruela (iba a poner “bellamente editado por Siruela”, pero me pareció una
redundancia) son de Simone Sassen, esposa del escritor, quien lo acompaña en
sus viajes desde 1979. Algunas son tan sobrecogedoras como un poema de César
Vallejo. Es decir que en muchas de estas fotos también habita la poesía. Por
ejemplo, la de la tumba de Stevenson. O la de Eugenio Montale.
Transcribo las dos primeras páginas de la introducción nada
más para antojar a los visitantes: este es un libro que hay que acariciar,
mirar, ojear, hojear y oler. También para leer, claro.
Tumbas de poetas y
pensadores [fragmento]
¿Quién yace en la tumba de un poeta? El poeta, desde luego,
no, eso es bien sabido. El poeta está muerto, de lo contrario no tendría una
tumba. Pero el que está muerto ya no es nadie, por lo tanto tampoco está en su
tumba. Las tumbas son ambiguas. Conservan algo y, sin embargo, no conservan
nada. Naturalmente, esto se puede decir de todas las tumbas, pero cuando se
trata de las tumbas de los poetas con eso no está todo dicho. En su caso hay
algo diferente. La mayoría de los muertos callan. Ya no dicen nada. Literalmente,
ya lo han dicho todo. Pero no sucede así con los poetas. Los poetas siguen
hablando. A veces se repiten. Esto ocurre cada vez que alguien lee o recita un
poema por segunda o centésima vez. Pero hablan también para quienes todavía no
han nacido, para unas personas que aún no han vivido cuando ellos escriben lo
que escriben.
¿Por qué visitamos la tumba de alguien a quien no hemos conocido
en absoluto? Porque aún nos dice algo, algo que sigue resonando en nuestros
oídos, que hemos retenido e incluso no hemos olvidado, que nos sabemos de
memoria y de vez en cuanto repetimos, en voz baja o en voz alta. Con alguien
cuyas palabras siguen estando presentes para nosotros mantenemos una relación,
del tipo que sea. Por esa razón, no es imprescindible visitar su tumba.
Cuando se trata de tumbas, todo es irracional. Llevamos
flores a nadie, arrancamos los hierbajos para nadie y aquel por quien vamos no
sabe que estamos allí. Sin embargo, lo hacemos. En algún rincón secreto de
nuestro corazón albergamos la idea de que esa persona nos ve y se da cuenta de
que seguimos pensando en ella. Pues eso es lo que queremos; queremos que los
muertos reparen en nosotros, queremos que sepan que seguimos leyéndoles, porque
ellos siguen hablándonos. Cuando nos hallamos al lado de sus tumbas, sus
palabras nos envuelven. La persona ya no existe, pero las palabras y los
pensamientos permanecen. Podemos al menos rememorar.
Cada visita a la tumba de un poeta es una conversación en la cual la respuesta
ya está ahí mucho antes que todo lo que nosotros mismos pudiéramos decir. Es
una paradoja. Algo se ha dicho ya, pero sin que se haya formulado una pregunta.
Hemos venido a dar nuestra aquiescencia, a estar cerca de las palabras que ya
se han dicho. El que escribió esas palabras murió, pero las palabras mismas
siguen viviendo. Podríamos pronunciarlas en voz alta, como si se las dijéramos
a otros. Por eso vamos allí: para oír esas palabras en el silencio de la muerte
y a pesar de la muerte.
[…]
He vivido con la poesía toda mi vida y a estas alturas sé
que esto no es en modo alguno fácil de explicar. Para la mayoría de las
personas, la poesía apenas existe o existe sólo de manera ocasional. Sólo raras
veces sucede que una relación especial con la poesía domine la vida entera: no
sólo escribirla, sino también leerla. No es algo que uno se proponga; esto se
deduce fácilmente. A la mayoría de las personas le hace aborrecer la poesía la
manera en que se les pone frente a ella en el colegio, donde resulta
obligatoria, algo de lo que uno no puede librarse. Un lenguaje que se comporta de un modo distinto del habitual,
que se torna extraño de repente. Las mismas palabras de siempre, pero como si
vinieran de otra tierra. Se supone que todo el mundo tiene que conocer a los
clásicos de su país, si bien son precisamente lo que se debería leer en último
lugar, cuando la superficie técnica de los versos, la vetusta ortografía, la
alienante gimnasia de los pies métricos ya no nos impidan el acceso a la
emoción y por fin podamos penetrar con la mirada a través de un lenguaje
solemne, o quizá de otro que se nos antoja de corto aliento. Éste es el
prodigioso instante en el que comprendemos que allí, al otro lado del muro del
tiempo, hay alguien que nos habla.
En toda gran poesía, por moderna que sea, está contenida la
herencia de los clásicos, de lo anterior, de lo que a lo largo de los siglos se
ha preservado para nosotros. Si tenemos un poco de paciencia y estamos dispuestos
a hacer un pequeño esfuerzo recibiremos esa herencia como regalo.
Por esta razón, tal vez lo mejor sea leer en dos
direcciones: primero desde hoy hacia épocas más antiguas y sólo después en
sentido inverso. Entonces se pondrá de manifiesto que algunas cosas que a
temprana edad, cuando empezábamos a leer, nos parecieron tan maravillosas,
porque nos hablaban directamente, luego ya no nos causan ese efecto; pero en
cambio descubriremos el valor de aquello que antes se presentó como
inaccesible, oscuro, hermético. Si queremos decir algo verdaderamente
desalentador, sólo tenemos que explicar con Shelley que la poesía abarca all science [toda ciencia] y es algo to wich all science must be referred [a
lo que hay que remitir toda ciencia] y, además, aseverar que leer poesía es un
oficio. Pero, por fastidioso que parezca, así es. Es un oficio que se aprende
leyendo poesía. Los poetas que leemos devienen maestros, a la par que nosotros
mismos, y el proceso de aprendizaje dura toda una vida. En la casa de la poesía
hay muchas moradas, infinitas, tan diferentes entre sí como lo son los poetas y
las épocas, las sociedades y las tradiciones en las que aquéllos han vivido. El
lector entra y sale de esta casa; no quiere ni imaginar una vida sin poesía,
vive en un permanente vaivén de voces y lenguajes, en una incesante
conversación babilónica de hablas llameantes. Para el verdadero amante de la
poesía siempre es Pentecostés.
Hoy ya no puedo leer lo que leía ayer. A los diecisiete años
se leen unos poemas y a los setenta otros. Antaño fueron Gorter, Rilke o
Eluard, hoy son Stevens o Juarroz, Montale o Celan, Tranströmer o Kouwenaar,
Pessoa, Elizabeth Bishop, Pilinszky, Herbert, Heaney, Claus; pero esto no
significa que ya no quiera leer a los de entonces. Los sigo necesitando al
igual que necesito a Campert y a Vallejo o a Slauerhoff y a Rimbaud. Sé dónde
están; puedo hacer que vengan a mí en cualquier momento. La poesía, en su
significado más profundo, es invariable, pero habla de lo universal y del mundo
valiéndose de unas voces que cambian constantemente, cada una a su manera
personalísima, y de este modo ilustra y acompaña la amalgama de ficción y
realidad que nos constituye. La forma en que lo hace nunca es la misma, porque
tampoco nosotros somos los mismos. Siempre necesitamos a otros poetas y otros
poemas, oscuros o claros, irónicos o místicos, poetas del tiempo cíclico o del
tiempo lineal, o de la ciudad o de la naturaleza, poetas mundanos u hostiles al
mundo. Unas veces quiero que la poesía sea humilde y ascética; otras, que
cante, incluso que grite por mí; quiero que reflexione sobre sí misma, que se
entristezca, que apenas diga nada, que balbucee y se esconda, o que festeje la
vida y nos deje sin respiración con un torrente de palabras. Hay instantes en
los que deseo perderme en su oscuridad; y otros en los que desearía que
escribiera con la punzante agudeza del buril. Yo no puedo ser siempre el mismo
y tampoco exijo que lo sea la poesía. Lo único que exijo es que esté ahí:
hermética, clara, racional, metafísica, danzante, contemplativa, que hable del
mundo en el que vivo, del mundo real, inventado, efímero, peligroso, posible,
imposible, existente. Y sé que siempre estará ahí, con todas sus máscaras, con
todos sus nombres y sus formas, con todos sus poetas y sus lectores: un
elemento natural como el agua y la tierra, el fuego y el aire. No sabemos
quiénes son sus lectores. Una “inmensa minoría”, dijo Juan Ramón Jiménez, ¿y
por qué no iba a ser así?
Se puede oír poesía en pequeñas habitaciones o en grandes
salas, pero para leerla se precisa recogimiento; las personas que la lean
estarán solas. Juntas, esas personas constituyen una sociedad; quienes forman
parte de ella saben que existe. En este sentido, los lectores son semejantes a
monjes cartujos, con frecuencia juntos, las más de las veces solos. Leer es
algo que hace uno por sí mismo y en soledad, una aventura espiritual: quien
busque claridad inmediata y rehúya lo ignoto es mejor que se mantenga alejado
de la poesía, pues ésta no siempre le servirá, no desde luego la mística de
Hadewijch o Góngora, ni tampoco Eliot, Paz o Celan. Ha habido muchas veces que
no la he comprendido, incluso cuando la he traducido, por ejemplo Montale o
Vallejo. Pero no importó. El lector es la tablilla de cera y el poema el sello;
algo me ha hablado y yo, sin entenderlo, sé lo que ha dicho. Muchas veces me he
quedado contemplando unos versos de Wallace Stevens, anhelando que el poeta
revelara el secreto que se escondía en el hermético espacio vacío en torno a
las palabras, que dijera que no era relevante, que yo no podía leer su poema
como una carta o un informe, que me llevaría tiempo hacer que se acercara a mí,
o que el lenguaje no puede sobrevivir si no se le permite de vez en cuando ser
oscuro e incomprensible, porque debe su posterior claridad precisamente a las
aventuras vividas en regiones todavía inexploradas.
“Muchas veces hay que expresar las cosas de manera
complicada”, dijo alguna vez Thomas Eliot a Donald Hall en una entrevista.
“Cuando escribí La tierra baldía me
daba igual si sabía o no lo que decía”. El poeta como druida o médium: una idea
que, naturalmente, para el espíritu positivista es abominación. Sea como fuere,
lo mismo que las personas no pueden vivir sin sueños peligrosos e inesperados,
tampoco el mundo puede existir sin poesía, y por poesía no entendemos aquí nada
que sea una simple ensoñación.
El amor a la poesía empieza probablemente a la edad de los
grandes sentimientos, cuando uno todavía cree que un gran sentimiento engendra
a su vez gran poesía. La mayoría de las personas nunca supera este
malentendido, como se ve con toda claridad en las esquelas mortuorias y en las
colaboraciones que se envían a las revistas literarias.
[…]
Lo fusilamos de: Cees Nooteboom, Tumbas de poetas y pensadores, Madrid, Siruela, 2007. Fotografías
de Simone Sassen. Traducción de María Condor.
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