Fusilada: M.F.K. Fisher

MFK Fisher en su cocina. Paul Fusco - Magnum

¿Por qué se ha comentado tan poco la publicación de este libro maravilloso? ¿Por qué no se ve en las librerías colombianas promocionado con pompa, por qué no han preparado en la tele algunas de las recetas despampanantes que contiene? El arte de comer se publicó en castellano por primera vez hace un año, y deberíamos estar celebrando desde entonces. Con un banquete, por ejemplo, para ser consecuentes. Porque este libro es eso, una celebración, un banquete extraordinario de memorias, prosa, evocación, exaltación de los sentidos, canto a lo más bonito de la vida, a los momentos significativos. Tristes y dichosos, porque todo es condimento en ese espacio yermo entre comida y comida que algunos llaman vida.

Mary Frances Kennedy Fisher llevó a otro nivel la escritura sobre cocina, comida, el acto de comer. En español solo se conocía Sírvase de inmediato, publicado por editorial Anaya hace muchos años. El arte de comer contiene además ¡Ostras!, Mi yo gastronómico, Cómo cocinar un lobo y Un alfabeto para gourmets. De los cinco libros que contiene este volumen, lo más decantado del estilo de M.F.K. Fisher está en Mi yo gastronómico, publicado originalmente en 1943 con revisiones posteriores. De ahí tomo el episodio que escogí para antojarlos de conocer y disfrutar este libro perfecto para las vacaciones.


La medida de mi capacidad
1919

[…]
Mi abuela, que curiosamente parece mi conexión con todo lo que yo sabía sobre gastronomía infantil, pasó los últimos treinta años de su vida a punto de morir de alguna oscura dolencia interna hasta que un ataque de apoplejía acabó con ella en cuatro días. Era una mujer enérgica, hermética, con las emociones reprimidas, y probablemente tenía un “estómago nervioso”. Pasaba mucho tiempo en sanatorios, a menudo realmente enferma, y cuando estaba en casa, todos teníamos que seguir sus normas dietéticas, puede que para provecho nuestro: nada de fritos ni pasteles, nada de aceites ni aliños.

Los médicos de la abuela, una señora elegante y digna, le habían aconsejado que eructara cuando le apeteciera, y ella lo hacía… Soltaba unos largos y voluptuosos eructos pantagruélicos, donde fuera y en el momento que fuera, de modo que quien no la hubiera conocido habría creído que nuestra mesa era un lugar de disfrute. Y lo fue, al menos durante unas semanas. Todo el tiempo en que Ora estuvo con nosotros.

Ora era una mujer delicada, de pelo gris, introvertida y muy reservada. Se tomaba las tardes y los domingos libres sin incidente ni comentario y mantenía su pequeña habitación pulcra como su persona. El resto del tiempo lo pasaba en una especie de éxtasis en la cocina.

Le encantaba cocinar, de la misma forma que a algunos les encanta rezar, bailar o luchar. Prefería que la dejaran sola, incluso para hacer los pedidos, y siempre dejó claro que las comidas eran cosa suya. Y yo recuerdo esas comidas entre las mejores que he degustado en mi vida…, todo lo que siempre nos habían servido para comer pero presentado de unas formas que nos desconcertaban y nos deleitaban.

La abuela no la soportaba. No conozco la razón concreta, evidentemente, después de tanto tiempo, pero creo que era porque Ora distaba mucho de las chicas simpáticas y estúpidas que ella consideraba adecuadas para las cocinas de las casas de clase media. Y con la “comida sencilla y buena” Ora hacía cosas que la convertían en emocionante, nueva y deliciosa, lo que en aquel severo ascetismo de mi pobre abuela significaba que Ora estaba equivocada.

“Come lo que te pongan delante y muéstrate agradecida por ello”, repetía a menudo la abuela; es decir: “Acepta lo que Dios ha creado y tómalo con humildad y sin experimentar un placer pecaminoso”.

La abuela afirmaba ser incapaz de tocar la mayoría de los platos que Ora traía a la mesa. Sus eructos se hicieron cada vez más implacables y acabó viviendo a base de arroz, agua y tomate hervidos con pan blanco.

—Esta chica te destrozará —le dijo un día a mi madre cuando un lunes presentó el típico picadillo en un nuevo y delicioso camuflaje.

Pero el presupuesto no variaba, confesaba mi madre.

—No pasará una semana que no tengamos a las niñas en cama —comentó la anciana, malhumorada. Pero nosotras gozábamos de mejor salud que nunca.

—Cada vez se comportan peor en la mesa —observó la abuela entre eructos. Y era cierto, si uno se creía lo que le habían enseñado a creer a ella y a millones de anglosajones desventurados: que había que consumir los alimentos sin comentarios de ningún tipo y sobre todo sin alabanzas o señales de goce.

Mi hermana Anne y yo, durante las semanas que Ora estuvo en casa, nos dedicamos a observar cada uno de los platos que servía y a especular con emoción el sabor que tendrían. “¡Madre mía!”, exclamábamos entre la angustia y la fruición. “¡Estrellitas hechas a base de tarta! ¡Con semillas por encima! ¡Qué bonito! ¡Qué bueno!”

Mamá iba sintiendo cada vez más vergüenza y se ponía cada vez más seria; al fin y al cabo, era mi abuela quien la había educado. Habló con nosotras aparte y nos dijo que los niños no tenían que hacer comentarios sobre la comida, sobre todo cuando las podía oír la cocinera.

—Nunca os habíais comportado así —exclamó, admitiendo que no había habido razón para ello, hasta entonces.

Nos contentamos con unas miradas silenciosas de felicidad compartida y, casi estoy convencida de ello, una mayor conciencia de las posibilidades que ofrecía la mesa.

Yo era muy joven, pero recuerdo que observé, sin que me viera, por supuesto, que la carne picada con cuchillo es mejor que la destrozada por una picadora; también que son mejores las hierbas aromáticas recién picadas, que el apio cortado fino tiene otro sabor que el del tallo entero, de la misma forma que las zanahorias en finos bucles y las tostadas en forma de media luna resultaban infinitamente más apetitosas que las cortadas en gruesos cachos o en dados.

Aprendí también otras cosas menos evidentes sobre la utilización de condimentos aparte de la sal y la pimienta, sobre el peligro de la monotonía… Cosas de este estilo. Pero lo que queda claro es que casi todas mis observaciones tenían una relación u otra con el cuchillo de Ora.

Casi todo lo hacía con él: cortar, trinchar, trocear y picar, e incluso lo utilizaba para dar la vuelta a las cosas en el horno, como si fuera una especie de prolongación de su mano. Era un cuchillo largo con una brillante punta curva. Lo trajo consigo el primer día y se refería a él como el cuchillo francés. Otra cosa que no le gustaba de ella a mi abuela; le parecía algo siniestro lo de tener un cuchillo “francés”, llevarlo con ella a todas partes, como si fuera algo vivo, y pasarse horas limpiándolo y afilándolo.

Una señora llamada Kemp aparecía todos los sábados por la mañana para lavar el bonito y blanco pelo de la abuela y a veces el nuestro, y con esto hablaban de Ora. La señora Kemp un día dijo que no volvería a entrar a casa por la cocina. Dejó claro que no le gustaba “aquella chica”. Ora la asustaba, siempre sentada con aquel aire altivo, afilando el maldito cuchillo.

Así pues, la señora Kemp entró a partir de entonces por la puerta de adelante, y Anne y yo permanecimos calladas, como buenas chicas, aunque con la boca entreabierta, como pajaritos hambrientos, a la hora de las comidas, mientras mi abuela eructaba en son rebelde y mi padre y mi madre no recuerdo lo que hacían, aparte de comer.

Llegó un domingo en que, después de pasar el día libre, Ora no volvió con su típica y distante seriedad. Mi madre esperaba un bebé pronto y mi abuela le comentó:

—¿Lo ves? ¡Esta chica se ha subido a la parra! Lo que no quiere es estar en casa con una enfermera.

Mi abuela estaba contenta como unas pascuas, y aquella noche cenamos lo que probablemente era su plato favorito: galletas hechas al vapor con leche caliente.

Pero al día siguiente descubrimos que Ora, en lugar de marcharse de casa de su madre después de un tranquilo y agradable domingo en el que las dos habían ido a la iglesia y después a descansar, la había troceado con el cuchillo francés.

Luego hizo trizas una tienda. No sé qué papel tenía la tienda en todo aquello… Puede ser que las dos mujeres hubieran ido a descansar allí. En realidad es algo fácil de destrozar.

Seguidamente, Ora se cortó las venas de las muñecas y del cuello con gran habilidad. La policía dijo a mi padre que no habían encontrado ni una sola marca o muesca en el cuchillo.

La señora Kemp, y probablemente también mi abuela, se sintieron satisfechas.

—Tenía un presentimiento —dijo la señora Kemp mucho después de que desapareciera Ora.

No sé cómo lo vivieron mi padre y mi madre, pero a Anne y a mí aquello nos deprimió mucho. A nuestras edades, la forma de morir nos afectó poco, pero lo que sí lamentamos fue la inevitable vuelta a la comida sosa y corriente. En aquellos momentos no podíamos hacer nada, pero de Ora la loca aprendimos bastante y gracias a ella ahora sabemos aplicar los conocimientos que nos transmitió.



Lo fusilamos de: M.F.K. Fisher, El arte de comer, Barcelona, Debate (Penguin Random House), 2015, pp. 374-378. Traducción de Marcelo Cohen y Carme Geronés.



Comentarios

JuanDavidVelez ha dicho que…
Jueputa Camilo!, que cosa tan impresionante. Gracias por mostrar ese libro. JUEPUTA. Que pena Camilo esas exclamaciones, ya.
Camilo Jiménez ha dicho que…
Tranquilo, hermano, que de verdad ese libro lo hace a uno exclamar cosas así a cada rato. Trae un montón de recetas y de amor por la comida, por la cocina, por los afectos. Y está tan bien escrito... Es una dicha, una delicia.
Anónimo ha dicho que…
Que bueno cocinar para los amigos! lo quiero leer